jueves, 18 de febrero de 2016

Lo que habríamos hecho.

Si estuvieras acá...
Ya me habrías dado la mano.
Ya me habrías guiñado el ojo, al abrirme la puerta.
Ya me habrías invitado unos mates.
Ya me habrías sonreído detrás de tu bigote.
Ya me habrías dicho que no pasa nada.
Ya me habrías dicho que la gente es así: pelotuda.
Te habrías reído de lo que me pasó hoy. Casi tanto como me reí yo.
Habrías puesto la pava sobre la hornalla para preparar tus mates amargos.
Ya habrías sacado los bizcochos salados y los habrías puesto sobre la mesa
(Aunque yo ya te habría dicho que estoy a diera)
"Uno solo no hace nada" me habrías dicho, probablemente. Y me habrías guiñado el ojo de nuevo.
Me habrías escuchado atentamente.
Y habrías recordado cada detalle, por más minúsculo que fuera.
Para retomar la conversación en la próxima visita.
Habrías apreciado mi silencio al terminar el relato
Y habrías continuado cebándome mates en sin hablar.
"Qué hijo de puta" habrías dicho, seguramente. Y yo habría asentido con un gesto de la cabeza, aún en silencio.
"¿Cuándo la podés volver a rendir?" Me habrías preguntado. "En Marzo" te habría contestado.
Entonces recordarías que es cerca de mi cumpleaños pero no lo mencionarías para no desanimarme.
Y cambiarías rápido de tema. Probablemente dirías algo del clima.
O del gobierno.
O del patio.
De como las plantas ya no crecen igual que cuando ella estaba acá.
Y nos acordaríamos juntos que hace poco ella hubiera cumplido años.
Otra vez silencio. Me pasarías el mate y esta vez sería yo la que guardara los detalles en la memoria.
Me habrías preguntado por mis hermanos. Me habrías dicho que cuando vuelve cada uno a su ciudad.
Que cuando va a rendir tal o cual materia.
Que como está la "perra de mierda".
Yo me habría reído por lo bajo y vos esbozarías una sonrisa cómplice, regocijándote por haberme hecho sonreír.
Como la que tengo ahora de sólo pensarte.
Te habría respondido que bien, que mejor que la última vez. Que hace mucho que no la tenemos que llevar al veterinario.
Me contarías distraídamente qué pasó la útima vez que fuiste al cementerio.
De nuevo alguien dejó flores en la tumba de ella. De nuevo no sabríamos quién fue.
Pero de nuevo se sentiría bien saber que no somos los únicos que la extrañamos.
Habrías puteado porque el mate se lavó y yo habría vuelto a sonreír.
Esta vez me pararía yo a poner agua para el mate.
Y entonces me preguntarías por él. Y yo te contaría lo de hoy.
Y te diría que estoy contenta de no extrañarlo. Que estoy contenta de que no me duela.
"Me parece bien" me habrías dicho. "Igual es un pelotudo."
Y yo me reiría. Porque para vos todos habrían sido unos pelotudos.
Y te diría que Newells le ganó 5 a 0 a Racing. Y vos me dirías que está bien, pero que era el clásico lo que había que ganar.
Y yo te diría que es cierto, pero que algo es algo.
Y nos reiríamos porque no sabemos un pomo de fútbol.
Y me preguntarías que cuando fue la última vez que escribí algo.
Y te contestaría que fue hace unas semanas, pero que pronto escribiría algo más.
Me mirarías desaprobatoriamente, pero no dirías nada. Y tampoco haría falta, porque el reproche estaría en tu mirada.
Entonces yo te juraría que apenas escribiera algo, te lo haría leer.
"Eso quería escuchar" me dirías y volverías a sonreír.
Se me herviría el mate (como siempre). Y me putearías, como hace papá.
Y entre risas nerviosas, pondría el agua de nuevo.
"Dejá que ya es tarde" me dirías. "Y estás en bici".
Y te miraría sin decir nada porque con eso te diría todo. Te diría que no me importa volver de noche si nos tomamos unos mates más.
Pero insistirías en que me fuera. En que mamá se preocuparía y después los retos te los comés vos.
Y yo te daría la razón, medio a regañadientes.
Entonces te pararías y me acompañarías hasta la puerta. Y yo te abrazaría, fuerte y largo.
Y sentiría tu barriga interponiéndose entre nosotros.
Me dirías que me cuide y que vaya por donde haya gente. Yo te diría que te haría caso y que nos veríamos el Domingo.

Y eso es todo.
Todo lo que haríamos si estuvieras acá. Conmigo.
Y esto es lo que te haría leer el Domingo. Porque esto es lo último que escribí.
Aunque no haría falta que llegue el Domingo. Te lo daría hoy mismo.
Si estuvieras acá.
Como quisiera que estés.
Porque estar, estás. Porque escucharte, te escucho.
Solamente me haría falta poderte abrazar.
Poderme tomar unos mates con vos.
Que me hagas reír puteando a la vida.
O sonreír hablándome de ella.
Me gustaría decirte que te extraño con mi vida.
Que por momentos me hacés mucha falta.
Pero también mucho bien.
Que extraño todos los "habrías" que me hubiera gustado tener.
Todo lo que habríamos hecho.
Pero a la vez agradezco todo lo que pude vivir.
No tengo más novedades sobre lo que siento más que decirte que siempre te llevo dentro.
Conmigo, cerquita.
En el pecho, bien al ladito
del corazón.

Para Horacio, para quién más.


domingo, 31 de enero de 2016

3.20

Ella está triste.

Intenta disimularlo, revolviendo distraídamente el contenido de la olla que reposa sobre la hornalla. Fija su vista en las cebollas que poco a poco se van dorando gracias a la cobija del aceite caliente. Finge estar concentrada en lograr que la verdura llegue al punto justo, pero en su mirada se nota que ella no está ahí. Que hoy su cabeza está en otro lado.

Que hoy, ella está triste.

Voces familiares se escuchan en el fondo del pasillo. Alguien pide algo gritando desde el baño y otro alguien va a alcanzárselo, para no obligarla a ella a abandonar la cocina, arriesgando así que la comida se queme. Una risa azota la casa, pero ella no se estremece. Todo ese ambiente cálido, los comentarios risueños, las bromas graciosas le resbalan. Hoy ella es impermeable a cualquier sonrisa que le quieran contagiar.

Porque hoy ella está triste.

Pica un poco más de cebolla, porque como buena autómata sabe muy bien que a hace falta un poco más a la receta, sino las cantidades no van a dar y alguien se quedará con hambre. Disconforme. Como ella en ese momento. Piensa - por enésima vez - qué tan distinta sería su vida si ella fuera como ese alguien. O como cualquiera. Si ella fuera una más de los que se quejan en voz alta y sin medir cómo impacta su disconformidad al resto.

Piensa que tendría que hacerlo. Que debería quejarse más. Manifestarse más. Mostrar más qué es lo que le pasa. Piensa que todo sería distinto entonces, porque entonces, quizá entonces, todos se preocuparían más por cómo le impactan las cosas y ella no se sentiría obligada a estar ahí, revolviendo la cebolla mientras se reoga y fingiendo así que no le pasa nada.

Piensa que no tendría que fingir que no está triste.

Sabe que en el fondo nadie la obliga a fingirlo. Sabe que si se manifiesta, contará con apoyo en sobre manera. Sabe que nadie le exige estar bien en todo momento y que nadie se atrevería a disminuirla por sentirse mal. Sabe que cuenta con las personas indicadas...

Pero aún así, hoy ella está triste.

"¿Por qué?" se interroga a sí misma, duramente en su fuero interno. "¿Por qué estás triste? ¿Por qué hoy las cuentas no te dan para ser feliz como sos siempre?". Repasa mentalmente los acontecimientos. Durmió poco y mal, anoche salió. Tomó cerveza, no demasiada, pero cada vez que toma descansa mal y poco. Siente los dientes pesados y sabe que los apretó mientras dormía. ¿Estresada ya? ¿Y por qué?

Una brisa amenazadora la golpea de frente, entrando por la ventana de la cocina. Será mejor cerrarla si no quiere que el viento termine por apagar el fuego de la hornalla. Desprende sus ojos de la mesada por primera vez y deja reposar su mirada en la inmensidad del cielo que se ve a través del cristal. Los relámpagos lejanos indican que la lluvia está cerca. Todavía hay estrellas, todavía no ha caído una gota, pero la tormenta es inminente.

Como la que se está gestando dentro de ella.

Todavía no ha gritado, no ha llorado, no ha fruncido el ceño. No se ha quejado ni se ha manifestado. Simplemente ha dejado de sonreír - quizá ese sea el primer relámpago. Sabe entonces que la lluvia está cerca. Que la tormenta es inminente. Que ella está triste.

Camina hacia la heladera, aún como autómata para buscar algunos tomates que correran el mismo destino que las cebollas. Hace una parada en donde están los condimentos para tomar algunas especias. Todavía las cuentas no le dan, todavía no sabe qué es lo que la hace estar triste...

Y entonces recuerda las palabras escritas en la pantalla. El susurro de una voz en su oído. Y siente el vuelco al corazón. El estómago se le hace un nudo y ella instintivamente se muerde su labio con rabia. Ahora ya sabe porqué está triste. Porque ha sido herida.

Herida como el cielo cuando abre grietas entre las nubes que lo cubren cuando se avecina una tormenta. Grietas que dejan ver apenas un atisbo de la luz que emana la luna. Ella está igual de herida que el cielo y sabe que es cuestión de tiempo hasta que la tormenta se desate. Los hilos de luz son cada vez más finos.

Pero ella sigue ahí. Triste. Parada como si nada, ajena al jolgorio de su hogar, a los comentarios bromistas de su familia. Ella sigue ahí, rodeada de gente y aún así completamente sola dentro de sí. Porque aunque haya muchos brazos alrededor, es muy difícil que algún par de brazos ajenos lleguen a abrazarte el alma. Y ella necesita eso: un abrazo al alma.

De pronto, la radio comienza a entonar una canción familiar. Ella la recuerda, sabe que la conoce. Nunca le prestó atención a la letra, pero la voz es inconfundible. La melodía también. Y entonces algo dentro de ella se sacude. No sabe bien qué es, no sabe bien porqué, pero se siente más tranquila. A medida de la canción va avanzando y entrando por sus oídos, la música va poblando también su interior.

Sin cuestionar demasiado el poder de semejante hechizo pero encantada con el resultado, continúa con su labor pero ya no como una autómata. Por alguna razón, la tristeza parece estar migrándo de ella de a poquito. Ella intenta retenerla en un ademán más curioso que masoquista, ya que la desconcierta que semejante tristeza que se hallaba tan bien instalada dentro de ella pueda ser removida con tanta facilidad. Presta atención a lo que cocina, su mirada vuelve a lo que está haciendo y su cabeza también.

El cantante sigue entonando en la radio y ella continúa bajo ese encantamiento. Con cada chasquido que oye de la guitarra que teje la melodía que envuelve aquella voz masculina, el nudo de su estómago se desata de a poco. Sus caderas le piden moverse al ritmo de la música y ella, incapaz de resistir aquel extraño encantamiento, no puede más que hacerles caso.

Bailotea un poco mientras remueve las verduras en la olla. Baja el fuego con un grácil movimiento de la mano y mientras espera ahí, que todo termine de cocinarse, continúa bailando en su lugar. Se aproxima el último estribillo de la canción y un calorcito le va subiendo al pecho. Siente. Lo siente. Un abrazo al alma.

Paz.

La sonrisa asoma en su rostro,de nuevo. Inevitablemente.

Tan solo se oyen los acordes finales de la canción. Ella apaga el fuego porque la comida así se lo pide. Termina de condimentar y sirve en los platos. Hizo bien en ir por esa cebolla, sino iban a quedarse con hambre y no iba a alcanzar para todos.

La canción terminó. Ya se pasaron tres minutos y veinte segundos desde que empezó y el inevitable fin llegó. Pero el hechizo permanece. Ella aún tiene ganas de bailar, aún siente el calor en su pecho. Ella tiene el alma abrazada y ya no tiene nada que disimular. Carga dos platos en sus manos y antes de encaminarse hasta la mesa, un estruendo la obliga a estremecerse de pies a cabeza. A continuación, el ensordecedor sonido de gotas cayendo. Miles, incontables gotas cayendo violentamente a la par, únicamente para estrellarse contra el suelo. La lluvia anunciada, la inevitable tormenta ya está acá.

Pero ella ya no está triste.

domingo, 24 de enero de 2016

El Juego de las Sillas

El profesor cruzó la sala para colocarse delante de los bancos, hasta quedar más o menos en el centro para que todos pudiéramos verlo. Esbozó una sonrisa socarrona - típica de él - y remató:

"No se puede tener todo todo el tiempo".

Y con esa oración que parecía envolver una obviedad absoluta, nos dejó a todos sentados al borde de nuestros asientos. O tal vez no a todos. Capz fui solamente yo la que quedó al borde del asiento, meditando las palabras de aquel hombre. "No se puede tener todo todo el tiempo" me repetí en mi fuero interno, ignorando a mi amiga que tomaba apuntes a mi lado. Tuve que decírmela dos o tres veces más en mi cabeza - todas esas veces era la voz de mi profesor la que resonaba en mi cabeza, no la mía - hasta que logré entender el trasfondo.

"Todo" vendría a ser un sinónimo de felicidad, de absolutez. Tener el dichoso "todo" significa estar conforme o más bien: algo mejor que conforme. Significa tener el equilibrio. Esa suma algebraíca imposible que está compuesta por diversos factores en su cantidad justa y dan como resultado la felicidad. Tener el "todo" significa, en criollo, estar a punto caramelo. Estar como querés. Ser vos. El Nirvana, o como más te guste.

Pero como dijo mi querido profesor, ese "Todo" no es eterno. Para nadie. Es la ley de la vida, porque esta vida es como el juego de las sillas. Un día tenés donde sentarte y entonces podés seguir jugando, pero al siguiente turno puede que ya no sea así. Otro te quitó la silla y a vos te toca el piso, al menos por un momento.

Están los que juegan rudo y no les interesa tirarte al piso con tal de quedarse con una silla. Habrá veces en que vos vas a tener que ser así, porque en esta vida para tener ese "Todo", te va a tocar jugar rudo. Pero cuidado con esto: jugar rudo no significa ser mala leche. Jugar rudo significa ser fuerte y estar dispuesto a defender lo que luchás por tener con tanto esmero. Jugar rudo significa ser ágil y despierto y no esperar a que el otro esté en el suelo para darle una patada. Jugar rudo es poner huevo.

Habrá veces en que te tocará quedarte en el piso, como ya dije. Algunas será por tu propia decisión y otra será porque no fuiste lo suficientemente rápido. Pero tranquilo: de las pérdidas también se aprende. Es imposible ganar siempre el juego de las sillas, pero lo importante es que cada vez que te quedes en el piso, estés dispuesto a pararte para volver a manotear una silla.

Estar en el piso tiene su lado bueno, ya que tenés la oportunidad de observar las jugadas y movimientos de los otros y de aprender de ello. Pero cuidado: el piso es cómodo. Muchos creen que el piso es como una silla eterna que nadie puede arrebatarles, porque a fin de cuentas siempre está ahí, disponible para todos. En la vida, los que se quedan en el piso son los que se acostumbran a su tristeza y asumen la cómoda posición de no hacer nada al respecto, sabiendo que nadie puede enojarse con ellos. "No seas duro con él, está triste. Está mal. Está pasando un mal momento. Entendelo". "No seas basura, recién perdió en el juego. No lo jodas más, que está en el piso". Aferrándose a la compasión y confundiéndola con felicidad.

Sí. El piso es seguro por un momento. Es útil unos instantes. Pero también es peligrosamente seductor.

He llegado a pensar que lo mejor que podríamos hacer para evitar cultivar rencores contra quienes nos roban la silla y nos dejan en el piso es aprender a compartirlas. Pero después entendí que esto tampoco era posible, simplemente porque, tarde o temprano, alguno de los dos querrá usar la silla para otra cosa. Y porque no todos queremos la misma silla. A veces queremos una más cómoda y otras nos da igual, con tal de tener donde sentarnos. Donde dejarnos descansar un segundo de nosotros mismos, de todas esas voces que nos dicen "No podés hacerlo". Y para eso cualquier silla sirve. Tomar una silla en esos momentos nos carga del aliento que necesitamos, nos da el respiro necesario para volver al juego e ir - quizá - por una silla aún más cómoda.

Entendí que aunque todos nos peleamos por sillas, no todos queremos la misma silla. No siempre nos da igual tener en donde sentarnos, a veces necesitamos más que eso.

Pero entonces, ¿Cómo no anidar broncas contra el que nos quita la silla? ¿Cómo no pensar que esa persona es un idiota? Simple. Recordando que nosotros también robamos sillas. Nosotros también dejamos a alguien sin su silla.

Pensá en todas las personas que dejaste atrás para tener ese "Todo", para quedarte con la silla. Pensá en las amistades que abandonaste porque ya no te hacían bien, en las personas que dejaste de ver porque te hacían sentir mal. Pensá en ese trabajo que decidiste dejar porque te hacía sentir miserable. En todas las veces que faltaste en la mesa con tu familia porque te quedaste en tu habitación estudiando. Pensá en esa relación que abandonaste, en los ojos vidriosos de esa persona que clamaba por tu cariño pero a quien vos ya no querías. Pensá en todas las veces que le diste vuelta la cara a un boludo que te vino a chamuyar solamente porque no te gustó su modo de dirigirse hacia vos. Pensá en cada persona que cruzaste en tu camino y que dejaste atrás para llegar a estar mejor... Todas y cada una de ellas, son sillas arrebatadas. 

... Sillas arrebatadas que se convierten en la sonrisa de tus viejos cuando aprobaste aquel final que tanto te costó preparar. Sillas que se transforman en los mates amargos que te ceba tu mejor amiga una tarde de Domingo. Sillas que son el abrazo de tu abuelo cuando llegas a verlo de sorpresa. Sillas arrebatadas que son el fulgor de los ojos de la persona que elegiste, contra viento y marea,para que sea tu pareja. Esa que te hace dar cosquillitas en la panza.

Todas esas son sillas arrebatadas. Sillas que te costaron algunas sentadas en el piso, algunas más largas que otras para observar cómo se juega este juego. Sillas que no siempre fueron tan cómodas ni siempre fueron la que vos esperabas, pero que hoy son tu Todo. Hoy son tu felicidad.

Como ya dijo mi profesor: No se puede tener todo todo el tiempo. No siempre puedo arrebatar sillas. A veces me va a tocar estar en el piso y observar hasta que tome suficiente coraje para volver al juego. Habrá períodos - largos o cortos - en los que siempre conseguiré arrebatar una silla para sentarme. Pero acá lo más importante de todo no es cuantas veces te sentás en una silla y cuantas en el suelo. Lo más importante de todo es siempre seguir jugando.

Cuando era chica me daba mucho miedo este juego. Un pánico tremendo por la violencia y agilidad con la que veía que los demás niños lograban sentarse en las sillas. Me daba tanto miedo que prefería quedarme a un costado observando antes que jugar. Prefería que los demás nenes me tildaran de amargada o aburrida antes que arriesgarme a jugar y perder...

Ahora que pasó el tiempo y por fin entiendo las reglas del juego, ya no tengo miedo de jugar. Prefiero perder la silla por jugar que estar sentada siempre en el piso. Prefiero haberme sentado alguna vez en una silla, cualquiera sea, que quedarme al margen del juego. Hoy prefiero jugar, o más bien: jugármela... 

¿Y vos?